Empezamos una nueva década, quizás por una adaptación forzosa debido al Covid 19, estamos también resinificando nuevas formas de vivir y eso impacta directamente en la forma como nos relacionamos y principalmente en la comunicación. Ya sea por el incremento de las videollamadas, el teletrabajo o la distancia social impuesta por las circunstancias, que nos obliga a repensar nuestra forma de pasar el tiempo, tanto a nivel de entretenimiento, como también afectivo y laboral.
Todo cambio demanda una adaptación y genera consecuencias. El crecimiento de las redes sociales, con el surgimiento del Facebook y otras plataformas, marcó una nueva forma de manejar la privacidad, podemos compartir lo que comemos, dónde estamos, el look del día, hobbies, actividades con amigos, familia, celebraciones e incluso problemas emocionales y situaciones de desesperación de alta gravedad, como intentos de suicidio. Mi objetivo no es criticar las redes sociales, particularmente me parecen un gran invento, si no cuestionar acerca de la privacidad y del papel no solo de la red en sí misma, si no de la red humana que está por detrás de las pantallas.
Somos más que seguidores, visualizaciones o likes. Estamos hablando de estímulos constantes, de percepciones, memorias y de una serie de patrones sociales y culturales, estemos o no acorde con ellos. Pero todo esa esta sobredosis de información es parte de nuestra vida, y una gran parte, basta mirar las horas diarias que pasamos deslizando hacia arriba y abajo en cada aplicación.
Ya sea por el exceso de tiempo o de “apertura” de nuestra filtrada y recortada vida diaria, en la clínica podemos observar distintos problemas. Sean entre padres y hijos, independiente de la edad, entre hermanos, parejas, amistades, en fin, sobrepasa cualquier nivel de relación. Y por ello cuestionamos ¿quién decide lo que se puede publicar y lo que no? ¿Cuál es el límite entre lo privado y lo público?
Podemos pensar que la privacidad es algo personal, cada uno se decide lo que debe compartir, pero no siempre publicamos solo sobre nosotros, a veces otras personas están involucradas. O cuando no sabemos cómo decir algo a alguien y hacemos posts indirectos para la persona en concreto se de cuenta. Voy a más, cuando estamos vulnerables y apenas “razonamos” y empezamos a publicar cosas que en “sana conciencia” no lo haríamos, qué incluso nos pueden poner en riesgo. En fin la lista podría seguir, pero lo primero es pensar en el motivo por el cual lo hacemos.
En psicologia estamos acostumbrados a investigar la deseabilidad social, y las redes sociales son un campo perfecto para este tipo de estudio. Llevándolo a un espacio más personal podemos nosotros mismos cuestionar qué mensaje queremos transmitir, para quién, si hay otra forma de hacerlo, ¿cuál será nuestra ganancia secundaria? Puede que muchos estéis pensando que estoy exagerando. Pero ¿cuántas veces casi os ha “parado el corazón” por publicar algo que no deberían? O darse cuenta que alguien próximo lo hizo y sufrió una serie de consecuencias. Es más habitual de lo que debería, y una vez que el contenido está en las redes, ¿cómo pararlo? Sencillamente, no podemos. De ahí la importancia de hacernos estas reflexiones básicas, que no solo pueden promover el autoconocimiento, si no también evitar situaciones embarazosas, así como protegernos y también a nuestra red cercana, que muchas veces se siente expuesta e invadida por este desconocido mundo virtual, que crece y se desarrolla demasiado rápido, principalmente para las generaciones anteriores.
